Congelar precios es un artificio de naturaleza efímera, algo así como
intentar tapar la humedad de la pared no arreglando la pérdida de agua del caño
que la ocasiona sino volviendo a pintar la pared procurando así que la
infiltración se disimule por un rato.
La inflación es la emisión de moneda sin respaldo. Su consecuencia es
el aumento generalizado de precios, por la sencilla razón de que el valor de la
moneda se envilece y se necesita cada vez mayor cantidad de papeletas iguales
para comprar el mismo bien de consumo. Es decir que la inflación refleja la
disminución del poder adquisitivo de la moneda: una pérdida del valor real del
medio interno de intercambio y unidad de medida de una economía.
Junto con Venezuela, Sudán del Sur y Bielorrusia, la Argentina
kirchnerista lidera los ránkings más altos de inflación mundial. Sin embargo,
los tres primeros países mencionados (más serios y confiables que la
Argentina), al menos tienen el decoro de mostrar sus respectivos índices reales
de inflación, en cambio, en el caso local, como se sabe, el régimen de Cristina
Kirchner miente con las cifras inflacionarias de un modo morboso y escandaloso
por medio del deslucido INDEC.
La Argentina viene padeciendo inflación de manera constante desde los años
40´, cuando promediaba la dictadura populista de Juan Perón. Desde entonces y
excepción de tres períodos espaciados[1], nuestro país viene siendo víctima (y
culpable) de este flagelo adictivo.
¿Cómo y por qué funciona el perverso mecanismo estatista de la
inflación?
Supongamos que invitamos a una docena de amigos a una fiesta en casa, y
en el afán de agasajarlos implementamos un alegre programa doméstico titulado
“vino tinto para todos”. Pero resulta que mis modestos ingresos personales sólo
me permiten comprar vino para abastecer a sólo tres comensales y no a doce. En
vez de cancelar o achicar la fiesta, decido sin más llevarla a cabo, pero no la
voy a financiar trabajando más horas para poder comprar más bebida o adquirir
un préstamo a un tercero para tal fin, sino que apelo a un método facilista y
artificial consistente en echarle agua al vino para abastecer a todos los
invitados. ¿Resultado de este sortilegio?, pues el vino se va envileciendo,
perdiendo sabor, diluyéndose sus propiedades y a la postre, sólo tendremos agua
algo coloreada.
Este ejemplo de libro básico, nos sirve para explicar cómo maneja el
kirchnerismo la economía local, siempre imprimiendo papelitos de manera
indiscriminada en la pretensión de financiar el “paratodismo”, banquete en el
que una porción enorme de la población recibe favores transitorios o regocijos
volátiles sin dar contraprestación alguna, sin llevar a cabo el menor esfuerzo
y virtualmente sin trabajar.
Este generoso “plan económico” (por llamar de algún modo a este conjunto
de chapucerías populistas) en verdad lo heredó en el año 2003 Néstor Kirchner y
éste lo “profundizó” apelando al concurso de personajes de sórdida reputación
que obraron de Ministros de Economía, tales como la bolsera Felisa Michelli, el
imprentero Amado Boudou y ahora dicen que hay un tal Hernán Lorenzino que hace
la parodia, pero que en verdad dicha Cartera la maneja el vituperado turista
Axel Kicillof.
El excelente contexto internacional del que goza la Argentina desde
hace una década hizo que el país no sufriera en lo inmediato los desatinos de
este infausto despilfarro estatista, pero ya las secuelas del derroche se están
empezando a hacer notar de manera cada vez más dramática y pronunciada. Luego,
el régimen intenta paliar el mal por ellos creado no rectificando el rumbo sino
congelando precios, receta nada original que ya se aplicó en la Argentina
repetidas veces con resultados siempre calamitosos.
Luego, para aminorar la inflación en serio, el kirchnerismo tendría que
dejar de emitir moneda y con ello deponer la financiación de subsidios y
entretenimientos pasajeros a su plebe. Esta medida sería razonable pero
antipática, dado que le haría perder al kirchnerismo muchos clientes y en pleno
año electivo dicha maniobra sería desde el punto de vista proselitista
demasiado riesgosa. Ante esto, el régimen, como siempre, elije sacrificar la
lógica por una especulación electoral y así proseguir repartiendo sonajeros
para mantener amenizada a su muchedumbre mendicante y eventuales votantes.
Pero el problema no es tan sencillo para la banda que detenta el poder
del Estado. Seguir emitiendo implica proseguir la política dadivosa pero a la
vez significa castigar el poder adquisitivo de la gente. Y los sectores que
menos posibilidades tienen de defenderse de la inflación son los de menores
ingresos, que es precisamente el espectro social que la pandilla gubernamental
pretende conservar o secuestrar electoralmente.
Congelar precios es un artificio de naturaleza efímera, algo así como
intentar tapar la humedad de la pared no arreglando la pérdida de agua del caño
que la ocasiona sino volviendo a pintar la pared procurando así que la
infiltración se disimule por un rato. Pero para las elecciones faltan más de
“un rato”: ocho meses. ¿Podrá disfrazarse la corrosión salarial que causa la
inflación de aquí al mes de octubre?
Si el régimen achica el gasto se queda sin clientes, si lo mantiene
pero disfraza la inflación congelando precios corre el riesgo de que la bomba
estalle en sus manos antes de octubre y la suerte electoral del oficialismo
quedaría del todo liquidada. ¿Qué encrucijada verdad?
El populismo empieza a quedar preso de su propia trampa y la dictadura
kirchnerista comienza a advertir que el vino sabe demasiado aguado y que la
fiesta deja de causar algarabía para dar paso a un creciente y evidente
malestar. Pero ante ello el régimen prefiere seguir echando agua y entonces
todo indica que la dictadura se irá convirtiendo poco a poco en un
contradictorio populismo impopular.
La gran duda es si la mentada impopularidad que trae consigo el
estallido de la bomba inflacionaria acontecerá antes o después de octubre…
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