La raíz del término “cleptocracia” proviene del griego, donde kleptes
significa “ladrón” y cratos puede entenderse como “poder” o “gobierno”. La
cleptocracia sería, pues, el gobierno de los ladrones, un régimen político que
caracteriza con sobrada precisión la realidad argentina de nuestros días y, por
ello justamente, vale la pena analizarlo.
La idea de corrupción ha estado presente en el hombre, por lo menos,
desde la filosofía antigua hasta nuestros días. Aristóteles, por caso, concebía
dos grandes categorías de gobiernos: los puros y los impuros. Mientras los
primeros tenían como característica principal su orientación hacia toda la
ciudadanía, los segundos se caracterizaban por perseguir el interés exclusivo
de quienes gobernaban, corrompiendo con ello la naturaleza misma del gobierno.
De ahí que cuando los ladrones se enquistan en el poder político y se valen de
sus funciones públicas para canalizar sus intereses privados, los llamemos
corruptos, puesto que corrompen el fin que debería tener el manejo de la cosa
pública.
Podría argumentarse, con cierta razón, que la corrupción es un mal prácticamente
inevitable para cualquier sistema de organización social. Pero la cleptocracia
tiene lugar cuando los actos de corrupción se han vuelto tan habituales, que la
corrupción pasa a ser parte constitutiva de un sistema que, según las
percepciones del inconsciente colectivo, no puede prescindir de aquélla para
funcionar. Con esto hay que distinguir la corrupción como excepción de la
corrupción como regla. Toda realidad política se ve, en algún momento,
embestida por casos de corrupción. El problema surge cuando éstos dejan de
configurar anomalías a extirpar del sistema político, para convertirse en
cotidianeidades que se terminan por instalar como “normales”, sin provocar
erosiones a la legitimidad del gobierno. Ese es el caso en el que nos
encontramos frente a una verdadera cleptocracia.
El kirchnerista Sergio Schoklender, acusado de desviar más de 280
millones de pesos, escribió el año pasado un libro titulado Sueños Postergados,
en el cual, sin quererlo, pone de manifiesto la percepción de que el sistema
sin corrupción no funciona, algo definitorio de la cleptocracia: “Los desvíos
son inevitables… Nadie se anima a reconocer que la administración pública
necesita de la caja para funcionar. Nadie se atreve a decir que un ministro, un
secretario de Estado, un subsecretario, un funcionario o alguien de un área
técnica debería ganar una cantidad de dinero similar a la que ganaría en la
actividad privada porque sería políticamente escandaloso. Entonces lo resuelven
de otra manera… Tres cajas. La caja para el funcionamiento real del gobierno,
la caja de la corrupción y la caja para solventar la militancia”. En su relato
no hay juicio ético, no hay arrepentimiento ni autocrítica. Sólo hay
justificación.
Como todo sistema político que logra establecerse con cierta firmeza,
la cleptocracia precisa de una moralidad pública específica. Así como la
democracia, por ejemplo, se legitima sólo cuando una mentalidad democrática
prevalece en la ciudadanía, la cleptocracia evita que la corrupción deslegitime
al gobierno sólo cuando una moralidad cleptocrática se ha apoderado del pueblo.
Va de suyo que tal moralidad no supone estrictamente que se encuentre un
sentido ético en la corrupción, sino que, frente a ésta, la gente no vea dañado
su sistema de valores en un grado suficiente como para deslegitimar al
gobierno. El poco feliz “roban pero hacen” es un ejemplo ilustrativo de la
inmoralidad cleptocrática de los argentinos. La farandulización del lavado de
dinero que presuntamente hacía Néstor Kirchner a través de Lázaro Báez, que
gracias a ciertos conductores de televisión basura se convirtió en un problema
no político sino de vedettes, habla también a las claras de una moralidad
cleptocrática más interesada por saber qué ocurrió con la mujer de Fariña y de
Rossi, que por comprender el meollo de la cuestión.
La reciprocidad entre política y moralidad sumerge a la gente en una
fatídica espiral que conduce, al mismo tiempo, a la exacerbación tanto de la
cleptocracia cuanto de la mentalidad cleptocrática que la posibilita. En efecto,
el gobierno de los corruptos instala la percepción de que su corrupción es
inevitable y que dicha conducta jamás paga ante la Justicia, generando en la
gente una resignación frente a este flagelo, que a su vez realimenta nuevamente
a la cleptocracia, y así sucesivamente.
La cleptocracia encuentra suelo fértil principalmente en regímenes
estatistas conducidos por caudillos populistas, en los cuales el Estado
pretende inmiscuirse en todos los asuntos de la vida pública y privada de los
ciudadanos. El poder del que gozan los funcionarios en este tipo de sistemas es
de tal magnitud, que las puertas para el mal manejo de los recursos públicos
siempre están abiertas. Asimismo, la moralidad prebendaria que el estatismo va
edificando en la gente, sirve de antesala para la moralidad cleptocrática a la
que nos referíamos con anterioridad. ¿Cómo rebelarse, a pesar de que roben,
contra quienes con tanta amabilidad y deferencia nos aseguran el “pan y circo”?
Allí donde la consciencia individual y la iniciativa privada son
reducidas por la amplitud del Estado, se da una paradoja propia de los países
subdesarrollados que fuera mencionada por el premio Nobel de economía Gunnar
Myrdal: el sector privado termina operando bajo la lógica estatista, pues pide
y vive de subsidios y prebendas, al tiempo que el sector público opera bajo una
lógica privatista, puesto que sus funcionarios manejan los recursos públicos
como si fuesen privados.
Las consecuencias de una cleptocracia son, en resumidas cuentas, el
empobrecimiento del pueblo a costa de los ladrones afincados en el Estado; un
retraimiento ético generalizado, donde la inmoralidad se hace costumbre y
conduce a un estado de anomia permanente; y la consolidación de élites
políticas que realimentan constantemente su poder, desarticulando los
mecanismos de control y destruyendo la república.
Ahora bien, tras conceptualizar la cleptocracia, vale refrescar la
memoria de lo que hemos vivido los argentinos en los últimos años de gobierno
kirchnerista, aunque sea en forma muy sucinta:
- Los desaparecidos “fondos de Santa Cruz”, provenientes de la
privatización de YPF en los ’90, que fueron colocados por Néstor Kirchner en
cuentas bancarias fuera del país sin que nunca se aclarara el tema.
- El caso de coimas en la empresa Skanska para ganar la licitación de
obras públicas en 2005. Si bien un auditor de la empresa sueca confesó en
Tribunales que ejecutivos habían pagado coimas a políticos kirchneristas, todo
quedó en la nada. El juez Javier López Biscayart, quien descubrió la maniobra,
recibió un pedido de remoción ante el Consejo de la Magistratura impulsado por
Aníbal Fernández.
- El tráfico de cocaína a través de Southern Winds que comprometió a
altos funcionarios también en 2005.
- Los aportes financieros a la campaña de Cristina de la famosa valija
de Antonini Wilson que entraba al país en 2007 con 800 mil dólares sin
declarar. El dinero venía, como no podía ser de otra manera, desde Venezuela.
- Los 2 millones de dólares que compró Néstor Kirchner en 2008
utilizando información reservada que preveía un aumento en la cotización de la
divisa norteramericana.
- El caso de la aerolínea española AirPampas, cuyo dueño denunció en
2008 que allegados a Jaime le exigieron 6 millones de dólares en coimas a
cambio de la autorización para operar en el país.
- El denominado “caso Shoklender” y el presunto fraude de la
construcción de viviendas populares, en el que al menos 280 millones de pesos
fueron desviados por la Fundación Madres de Plaza de Mayo entre 2006 y 2011.
- El “caso Ciccone”, que involucra al vicepresidente Amado Boudou en el
negocio de la impresión de billetes a través de presuntos testaferros.
- El incremento vertiginoso del patrimonio de funcionarios y
empresarios amigos del poder, como Julio De Vido, Rudy Ulloa, Lázaro Báez,
Claudio Uberti, Cristobal López y Ricardo Jaime, todos denunciados por fraude a
la Administración Pública, abuso de autoridad, violación a los deberes de
funcionario y negociaciones incompatibles con sus cargos.
- La tragedia de Once que dejó un saldo de 51 muertos y 703 heridos en
2012. Parte del dinero de subsidios que recibía la empresa de ferrocarriles
(cerca de 5000 millones de dólares fueron dedicados en 2011 al transporte
público) habría regresado en forma de coimas a funcionarios estatales de alta
jerarquía.
- Y por último, el escandaloso caso de lavado de dinero que habría
efectuado Néstor Kirchner a través de Lázaro Báez, quien a su vez lo habría
llevado a cabo a través de Leo Fariña. El dinero que se lavaba era de tanta
cantidad, que se lo contaba por kilo.
En el ranking mundial sobre la corrupción que llevó adelante
Transparencia Internacional en 2012, la Argentina ocupa el puesto 102 sobre 176
países analizados, con una puntuación que nos coloca próximos a las naciones
más corruptas del mundo. Hace pocos días, por su parte, en el ranking de
mandatarios más corruptos del mundo la ONG “100 reporters” ubica a Cristina
Fernández de Kirchner como la segunda presidente más corrupta del planeta.
Los casos de corrupción kirchnerista pasan, se conocen, se archivan y
se acumulan, juntando telarañas en el arcón de los recuerdos que pocas veces
regresan a la memoria de una sociedad infectada por la moralidad cleptocrática.
¿No estamos en condiciones de afirmar que el Estado ha sido asaltado por una
banda de ladrones que ha hecho del robo sistemático su forma característica de
gobierno? ¿No estamos los argentinos bajo las garras de una verdadera
cleptocracia?
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