Desorientado, confundido y, por eso mismo, ditirámbico en su vidrioso
intento de reafirmación, el post-kirchnerismo, encarnado por la viuda del
fundador de esta experiencia política próxima a cumplir una década, confirmó
con sus reveladoras contradicciones, al ensayar una explicación o réplica a la
demoledora protesta social del 18A.
Así, los gestos y señales del oficialismo, imbuido aún de un
autoritarismo más frágil, terminan por corroborar, desde la impertinencia y una
cierta petulancia insustancial, el réquiem político que se ahondará
irremisiblemente en los dos últimos años de gobierno de Cristina Fernández de
Kirchner.
Las demudadas usinas kircherneristas arribaron a la desconcertante y
abrumadora constatación de que sus previsiones sobre que estas sucesivas
manifestaciones, sin dirigentes (lo que debe leerse como una negación y una
superación a la vez del sistema político por partidos), iban a menguar en vez
de incrementar su número de adherentes con su repetición, era otro de sus
formidables errores.
Consistente, por añadidura, con el extravío de la brújula
político-social que alguna vez pudieron exhibir como su mejor atributo.
Eso se tradujo en un cable de la agencia oficial Télam que, sobre la
base de datos de la Policía Federal (ambos organismos dependen del verticalismo
gubernamental), los asistentes a la demostración no superarían las 178 mil
personas en todo el país, lo que contradice el desconcierto y mutismo político
de los habituales panegiristas oficiales.
Así como por estos días algunos analistas y políticos profesionales
coincidieron en caracterizar como muestra de soberbia y desprecio por el
impacto del 18A a los numerosos tweets presidenciales que ignoraron la masiva
protesta en todo el país y al desesperado intento por trivializarla al ponderar
el alto grado de democracia vigente y la ausencia de arrogancia oficial por
haber permitido su concreción de la confesa stalinista Diana Conti (stalinismo
que es la mejor contracara de la democracia, precisamente) y el filósofo K
Ricardo Forster, conviene hundir el bisturí para establecer que tales acciones
o declaraciones no son sino una palmaria evidencia del desconcierto dialéctico
en que ya ha comenzado a incurrir el declinante cristinismo, incapaz de
categorizar, tipificar, predecir y reaccionar ante una pueblada pacífica de
tamaño volumen.
Quizás la contradicción crucial y definitiva, que anticipa y confirma
el “fin de fiesta” del episodio kirchnerista, consiste en que algunos de sus
portavoces, en línea con la reafirmación o pertinacia en un esquema agotado, se
apresuraron a advertir que ninguna manifestación multitudinaria debe cambiar
las políticas, y al ignorar las demandas más masivas de modificación de errores
ostensibles de esas políticas (inflación, inseguridad, corrupción, pérdida de
empleo, retracción económica, etcétera), termina asimilando la inevitable
decadencia por pérdida de apoyo político, caída que es inversamente
proporcional a la masividad creciente del rechazo como se percibió el 18A.
De ese modo, el propio gobierno, al obstinarse en mantener las
políticas que le aseguran el retiro del apoyo social (obstinación que denota su
incapacidad para gestar un Plan B), admite que su ciclo se extingue
irremisiblemente, lo que denota la certeza oficial de que no puede alcanzar los
dos tercios necesarios en el Congreso para conseguir una reforma constitucional
que habilite a un 3er. mandato a la actual Presidente y connotando, por
carácter transitivo, que la corriente política del oficialismo, intoxicada de
un personalismo propio de regímenes autoritarios o totalitarios (desde Hitler,
Mussolini, Castro y Stalin hasta Truman, Perón y Fujimori), fue previsiblemente
incapaz de generar candidatos de recambio confiables (un Maduro de Venezuela, digamos).
El período que se inicia ahora, en la decadencia de la experiencia, es
la de las contradicciones intestinas del oficialismo (reveladora de una
implosión autodestructiva, disolviendo la amalgama que mantenía juntas a
expresiones políticas claramente contrapuestas), como la confrontación de
Horacio Verbitsky con La Cámpora por la apócrifa e inconstitucional ley de
“democratización de la justicia” o, en menor cuantía, la división de aguas que
produjo el periodista Juan Miceli tras ser reprendido por el jefe de esa
agrupación ultracristinista en plena transmisión televisiva, al preguntarle
aquel por el uso de pecheras partidarias para distribuir en La Plata enseres
donados anónimamente para ayudar a los damnificados por el temporal.
El 18A ha disparado el proceso por el que el andamiaje político del
post-kirchnerismo ha comenzado a languidecer inexorablemente. Queda por
resolver aún el enigma de cómo la oposición, también confrontada por el tsunami
apartidista del 18A, puede superar su estupor político, para recuperar la
iniciativa, en medio del vacío de poder que también la asedia.
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