Bajo el paraguas de una pretendida “democratización”, el gobierno
nacional busca aumentar su poder y generar una Justicia adepta, en tanto no hay
ninguna iniciativa para facilitar el acceso y mejorar el servicio.
Los proyectos de reforma judicial impulsados por el Poder Ejecutivo se
presentan envueltos por una argumentación que no responde a las verdaderas
intenciones que los alientan, y a la vez resultan notoriamente insuficientes o
inocuos ante los problemas que pretenden resolver.
Por lo demás, en la medida en que los seis planteados hasta el momento
tienen características y alcances propios, no puede hablarse de un “corpus”
uniforme y homogéneo, sino que merecen valoración diferente tanto en orden a su
legalidad constitucional, como a su legitimidad y efectos.
Así, no parece haber razones para objetar la difusión de los fallos, la
profesionalización del ingreso a los tribunales y la publicidad de las
declaraciones juradas de los jueces. Probablemente por la misma razón, no son
éstos los proyectos que merecieron atención preferencial en el Congreso, que
dedicó tratamiento “exprés” a los más controvertidos: la reforma del Consejo de
la Magistratura, la creación de las cámaras de casación y la limitación de las
medidas cautelares.
El primero es el que más claramente vulnera no sólo el espíritu, sino
también la letra de la Constitución Nacional, al establecer que sea la
ciudadanía quien elija a los consejeros, aún cuando éstos representen a
estamentos como los de abogados, jueces y académicos. Al respecto, el art. 114
de la Carta Magna es explícito en orden al “equilibrio entre la representación
de los órganos políticos resultante de la elección popular, de los jueces de
todas las instancias y de los abogados de la matrícula federal”, diferenciando
-sin posibilidad de confusión- cada uno de los elementos de la enumeración.
Por el contrario, al incurrir en la confusión que el texto
constitucional quiere evitar, el kirchnerismo tiñe de color partidario y
aspiraciones de mayoría toda la integración del cuerpo encargado de seleccionar
y separar jueces; lo que se ve reforzado al aumentar -en abierta contradicción
con la reforma anterior- el número de miembros.
La creación de cámaras de casación en distintos fueros al penal -donde
ya existe- puede ser vista como una manera de unificar jurisprudencia y restar
carga a la Corte, aunque no parece haber dudas en cuanto a que lo que se
intenta es restarle incumbencia al Tribunal y, en su caso, crear una nueva
instancia que demore planteos contra el Estado, como por ejemplo los
previsionales.
Finalmente, la limitación a las cautelares es la falsa respuesta que el
gobierno ensaya para un problema real: las demoras de la Justicia en resolver
cuestiones de fondo. Pero en lugar de agilizar los procedimientos, limita las
posibilidades de los particulares de protegerse contra eventuales abusos del
Estado y promueve la política de los hechos consumados.
Mientras tanto, ninguno de los proyectos apunta a favorecer el acceso
de la ciudadanía al servicio de Justicia o mejorar su funcionamiento. Por el
contrario, aumentar el poder del gobierno, propiciar tribunales adictos e
incluso desafiar al Poder Judicial, se revelan como los verdaderos criterios
rectores de la reforma, y hacen que llamarla “democratización” sea una nueva
manipulación de la palabra y una estafa al pueblo argentino.
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