Cantera Popular

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martes, 27 de noviembre de 2012

ELPIDIO GONZÁLEZ


Hubo una vez un vicepresidente…
Que fue ejemplo de virtudes cívicas, de honradez y de firmes convicciones morales y éticas. Asumió el cargo de vicepresidente de la República el 12 de octubre de 1922 acompañando en la fórmula a Marcelo T. de Alvear. Antes, Elpidio González había sido Jefe de Policía de la Capital Federal durante el primer gobierno de Hipólito Yrigoyen (1916-1922). También tuvo relevancia su participación en el movimiento reformista universitario de 1918 en su condición de Vicario del Presidente de la República. Llegó a Córdoba para apoyarlo, cumpliendo el mandato de Yrigoyen. Dio su respaldo al movimiento innovador universitario conforme la política renovadora del gobierno radical de esa época. Fue además Ministro de Guerra durante el primer gobierno de Yrigoyen.
Como Presidente del Senado (1922-1928) tuvo un gesto de amplitud con Lisandro de la Torre: este quería conocer las actas de los debates de la Ley de Armamentos que se discutía en esos momentos. El Secretario del cuerpo le objetó que no siendo senador nacional no se le podían facilitar. Pero Elpidio González ordenó que se le otorgaran a pesar de esos escrúpulos, “para el Dr. de la Torre no hay secreto de Estado reservado”.
Había nacido en Rosario el 01/08/1875 y falleció en Buenos Aires el 18/10/1951.
Durante la segunda presidencia de Hipólito Yrigoyen, González ocupa el cargo de Ministro del Interior, y luego ante la renuncia del General Luis Dellepiane, es designado Ministro de Guerra.
Así llega al 06/09/1930 en que se produce el estallido que derroca a Yrigoyen. En esa instancia Elpidio González afirma al referirse al gobierno derrocado: “La acción de los hombres públicos en sus aciertos y en sus errores está más allá del juicio de sus contemporáneos, por más elevado que este sea dado, pues la apreciación histórica jamás puede llevarse serenamente sino mediando el tiempo indispensable para la total valorización de los actos de donde han de surgir las verdades definitivas que la filosofía extrae como enseñanza útil en la evolución de los pueblos y las instituciones”.
Luego de la revolución de Uriburu, mientras caminaba por la calle Cabildo rumbo a su domicilio es detenido y conducido al Departamento de Policía y posteriormente al barco donde se hallaba también recluido Yrigoyen. Por razones de comodidad para que su familia lo atienda, el Poder Ejecutivo ordena días después el traslado de González a la Penitenciaría Nacional. El Director del penal dado el carácter de ex vicepresidente de la república le hace llegar a su celda un armario para que guardara sus efectos personales y vestuario. Al preguntarle al empleado si esta consideración era por igual para todos los detenidos, se le informa que era una excepción. Inmediatamente Elpidio González rechaza el mueble.
Posteriormente lo trasladan a la Isla Martín García. Alcides Greca, también detenido en esas circunstancias dice en su obra “Tras el alambrado de Martín García”: “Una cosa me ha llenado de satisfacción en medio de este profundo desprecio que a veces me invade hacia el género humano: es la dignidad de Elpidio González en la prisión. Este hombre que ha sido vicepresidente de la República y Ministro nacional en diversas ocasiones, no tiene hoy recursos para pagarse una pensión de tercera categoría. Lleva ya dos años de prisión casi continuada. Cada vez que se siente en el país un ligero ruido de armas, la policía va a buscarlo a Elpidio González. El no se resiste, marcha tranquilamente hacia la penitenciaría. Jamás se queja, jamás pide nada”.
Recuperada la libertad, González es designado representante de anilinas Colibrí en la ciudad de Buenos Aires. Se lo ve cruzar por sus calles ofreciendo el producto.
Vive en una modesta pensión cerca de Diagonal Sur. Una mañana, al iniciar los trabajos de ensanche de esta arteria, comienzan a demoler la casa que ocupaba. Presuroso sale a la calle, y habla con el encargado de los trabajos; le pide tiempo prudencial para conseguir otro alojamiento. Al enterarse el director de la obra de quien se trataba, informa inmediatamente al Intendente municipal y este a su vez pone en conocimiento del hecho al Presidente de la República, Agustín P. Justo. Seguidamente el edecán del primer magistrado se apersona y le ofrece una casa de propiedad municipal para que González la ocupe gratuitamente. Agradece el gesto pero la rechaza rotundamente.
Rechazó la pensión que legítimamente le correspondía como ex vicepresidente de la Nación, no obstante, la insistencia de amigos y pares.
El diputado conservador Osorio expresa en una sesión de la Cámara y refiriéndose a Elpidio González “es el único que ambula por las calles de Buenos Aires, intransigente, en esa intransigencia del decoro y la dignidad que no le ha permitido ni siquiera aceptar lo que le correspondería en justo derecho, a él más que a nadie porque de los que reciben las pensiones dadas para Presidente y Vicepresidente de la Nación y Gobernadores de provincias, es el único que se encuentra en la situación de pobreza que en el espíritu de la ley se tuvo en cuenta, para acordar las pensiones a que la misma se refiere”.
Años después, durante el gobierno de facto, el General Farrell invita al Dr. González a que revocara su resolución de no aceptar la pensión. Este agradece personalmente el gesto pero le contesta: “Que la renuncia a la pensión obedecía a principios morales irrevocables en él y que por lo tanto no podía acceder a sus deseos”.
Fue un prócer casi desconocido para muchos. Un ejemplo para generaciones de argentinos. Demostró un excepcional desapego a los bienes materiales. Las sociedades se construyen a través de estos ejemplos de vida, los que se consiguen en base a conductas insobornables, trayectorias éticas y convicción de actitudes. No se rifan ni se venden en la feria. Se ganan.
Fuente: Bibliografía: Elpidio González, Biografía de una conducta. Arturo Torres. Editorial Raigal.
En Rosario realizó sus estudios primarios y secundarios para seguir, en 1894, la carrera de derecho en la Universidad de Córdoba a los 19 años.
Al mismo tiempo que comenzó su vida universitaria, se inició en la vida política. Y en ese camino descubrió al caudillo que seguiría toda su vida: a Hipólito Yrigoyen y participó en la revolución de 1905, cuando tenía treinta años, terminando preso, por primera vez.
En 1912, a los 37 años, después de la sanción de la ley Saenz Peña, fue elegido diputado nacional. Ese mismo año, lo eligieron en el seno de su partido para encabezar la fórmula para gobernador de la provincia de Córdoba, posibilidad que rechazó pues había sido elegido para el cargo de diputado y no podía defraudar a sus electores. Cuatro años después, cuando él contaba 41, fue elector de la fórmula Yrigoyen - Luna y, nuevamente, diputado nacional por Córdoba.
Entre 1916 y 1918, enfermo, fue ministro de Guerra -cargo del ejecutivo que equivale al del actual ministro de Defensa- y de 1918 a 1921 -entre los 43 y los 46 años de edad- fue Jefe de Policía de la Capital. En 1921, además, fue elegido presidente de la Unión Cívica Radical.
Y luego, la historia grande.
Renunció a ese cargo y participó en la puja electoral. Volvió después a la jefatura de Policía. Y en los comicios presidenciales del 2 de abril de 1922, integró el segundo término de la fórmula triunfante, junto al aristocrático Máximo Marcelo Torcuato de Alvear, en los años de la Argentina venturosa, llena de futuro, de sueños, de proyectos y, por eso, de esperanzas. Ganaron por 460.000 votos, contra 370.000 de todos sus opositores. En ese gobierno, nuestro hombre representaba la línea de Yrigoyen. Era, además, -como vicepresidente de la República- Presidente del Senado, donde fue permanentemente atacado por los alvearistas, en un radicalismo partido en dos.
En 1928 fue ministro del Interior, durante la segunda presidencia de Yrigoyen, hasta las vísperas de la revolución del 6 de setiembre de 1930, que derrocó a su jefe. Luego, la prisión, hasta los 57 años. Y un largo período de alejamiento de la política, cuando, muerto Yrigoyen, prefirió seguir otros caminos, los del ciudadano común, que nada extrajo de la vida pública para sí.
En 1945, cuando tenía 70 años, retomó la bandera yrigoyenista: un último alarde de lealtad a las ideas que él creía que encarnaba el líder que había seguido fervorosamente. Y después nada conocido, excepto que un día, como cualquier otro, en su vejez, rechazó toda pensión del estado que le correspondiera.
Lo recordamos, había sido: diputado nacional, ministro de Guerra, jefe de Policía, vicepresidente de la República, ministro del Interior y, finalmente, preso político durante dos años, tras el derrocamiento del gobierno democrático de Yrigoyen, que integraba.
Y hasta en la hora de su muerte (18 de Octubre de 1951, en Bs. As.) fue austero, humilde. Esto dejó escrito en su testamento:
“Pido ser enterrado con toda modestia, como corresponde a mi carácter de católico, como hijo del seráfico padre San Francisco, a cuya Tercera Orden pertenezco. Suplico con amor de Dios, la limosna del hábito franciscano como mortaja y la plegaria de todos mis hermanos en perdón de mis pecados y el sufragio de mi alma”.
No solamente hizo lo debido, sino que honró su actividad pública en demasía, con un desprendimiento superior al que se le puede pedir a un funcionario.

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