26 de Julio de 1890. Al Pueblo:
El patriotismo nos obliga a proclamar la revolución como recurso
extremo y necesario para evitar la ruina del país. Derrocar un gobierno
constitucional, alterar sin justo motivo la paz pública y el orden social,
sustituir el comicio con la asonada y erigir la violencia en sistema político,
sería cometer un verdadero delito de que nos pediría cuenta la opinión
nacional. Pero acatar y mantener un gobierno que representa la ilegalidad y la
corrupción; vivir sin voz ni voto la vida pública de un pueblo que nació libre;
ver desaparecer día por día las reglas, los principios, las garantías de toda
administración pública regular, consentir los avances al tesoro, la
adulteración de la moneda, el despilfarro de la renta; tolerar la usurpación de
nuestros derechos políticos y la supresión de nuestras garantías individuales
que interesan a la vida civil, sin esperanza alguna de reacción ni de mejora,
porque todos los caminos están tomados para privar al pueblo de gobierno propio
y mantener en el poder a los mismos que han labrado la desgracia de la
República; saber que los trabajadores emigran y que el comercio se arruina,
porque, con la desmonetización del papel, el salario no basta para las primeras
necesidades de la vida y se han suspendido los negocios y no se cumplen las
obligaciones; soportar la miseria dentro del país y esperar la hora de la
bancarrota internacional que nos deshonraría ante el extranjero; resignarse y
sufrir todo fiando nuestra suerte y la de nuestra posteridad a lo imprevisto y
a la evolución del tiempo, sin tentar el esfuerzo supremo, sin hacer los
grandes sacrificios que reclama una situación angustiosa y casi desesperada,
sería consagrar la impunidad del abuso, aceptar un despotismo ignominioso,
renunciar al gobierno libre y asumir la más grave responsabilidad ante la
patria, porque hasta los extranjeros podrían pedimos cuenta de nuestra
conducta, desde que ellos han venido a nosotros bajo los auspicios de una
Constitución que los ciudadanos hemos jurado y cuya custodia nos hemos reservado
como un privilegio, que promete justicia y libertad a todos los hombres del
mundo que vengan a habitar el suelo argentino.
La Junta Revolucionaria no necesita decir al pueblo de la Nación y a
las naciones extrañas los motivos de la revolución, ni detallar
cronológicamente todos los desaciertos, todos los abusos, todos los delitos,
todas las iniquidades de la administración actual.
El país entero está fuera de quicio, desde la Capital hasta Jujuy.
Las instituciones libres han desaparecido de todas partes: no hay
República, no hay sistema federal, no hay gobierno representativo, no hay
administración, no hay moralidad. La vida política se ha convertido en
industria lucrativa.
El Presidente de la República ha dado el ejemplo, viviendo en la
holgura, haciendo la vida de los sátrapas con un menosprecio inaudito por el
pueblo y con una falla de dignidad que cada día se ha hecho más irritante. Ni
en Europa ni en América podía encontrarse en estos tiempos un gobierno que se
le parezca; la codicia ha sido su inspiración, la corrupción ha sido su medio.
Ha extraviado la conciencia de muchos hombres con las ganancias fáciles e
ilícitas, ha envilecido la administración del Estado obligando a los
funcionarios públicos a complacencias indebidas y ha pervertido las costumbres
públicas y privadas prodigando favores que representan millones.
El mismo ha recibido propinas de cuanto hombre de negocio ha mercado en
la Nación, y forma parte de los sindicatos organizados para las grandes
especulaciones, sin haber introducido capital ni idea propia, sino la
influencia y los medios que la Constitución ponía en sus manos para la mejor
administración del Estado. En cuatro años de gobierno se ha
hecho millonario, y su
fortuna acumulada por
tan torpes medios
se exhibe en bienes
valiosísimos cuya adquisición se
ha anunciado por la prensa. Su participación en los negocios administrativos es
notoria, pública y confesada. Los presentes que ha recibido, sin noción de la
delicadeza personal, suman cientos de miles de pesos y constan en escrituras
públicas, porque los regalos no se han limitado a objetos de arte o de lujo;
han llegado a donaciones de bienes territoriales, que el público ha denunciado
como la remuneración de favores oficiales.
Puede decirse que él ha vivido de los bienes del Estado y que se ha
servido del erario público para constituirse un patrimonio propio.
Su clientela le ha imitado; sujetos sin profesión, sin capital, sin
industria, han esquilmado los Bancos del Estado, se han apoderado de las
tierras públicas, han negociado concesiones de ferrocarriles y puertos y se han
hecho pagar su influencia con cuantiosos dineros.
En el orden público ha suprimido el sistema representativo hasta
constituir un congreso unánime sin discrepancia de opiniones, en el que únicamente
se discute el modo de caracterizar mejor la adhesión personal, la sumisión y la
obediencia pasiva.
El régimen federativo ha sido escarnecido; los gobernadores de
provincia, salvo rara excepción, son sus lugartenientes; se eligen, mandan,
administran y se suceden según su antojo: rendidos a su capricho. Mendoza ha
cambiado en horas de gobernador como en los tiempos revueltos de la anarquía.
Tucumán presenció una jornada de sangre, fraguada por la intriga para
incorporarla al sistema del monopolio político; ha habido elección de
gobernador que no ha sido otra cosa que un simple acto de comercio. Entre Ríos,
bajo la ley marcial, acaba de recibir la imposición de un candidato resistido
por la opinión pública. Córdoba ha sido el escenario de un Juicio político
inventado para arrojar del gobierno a un hombre de bien: hoy día es un aduar;
la sociedad sobrecogida vive con los sobresaltos de los tiempos, de Bustos y
Quiroga. Las demás provincias argentinas están reducidas a feudos: Salta, la
noble provincia del norte, ha sido enfeudada y enfeudadas están igualmente al
Presidente, Santiago y Corrientes, La Rioja, Jujuy, San Luis y Catamarca. Jamás
argentino alguno ejerció mando más ofensivo ni más deprimente para las leyes de
una Nación libre.
En el orden financiero los desastres, los abusos, los escándalos, se
cuentan por días. Se ha hecho emisiones clandestinas para
que el Banco
Nacional pague dividendos
falsos, porque los
especuladores oficiales habían acaparado las acciones y la crisis
sorprendió antes de que pudieran recoger el botín. El ahorro de los
trabajadores y los depósitos del comercio se han distribuido con mano pródiga
en el círculo de los favoritos del poder que han especulado por millones y han
vivido en el fausto sin revelar el propósito de cumplir jamás sus obligaciones.
La deuda pública se ha triplicado, los títulos a papel se han convenido, sin
necesidad, en títulos a oro, aumentando inconsiderablemente las obligaciones
del país con el extranjero; se ha entregado a la especulación más de cincuenta
millones de pesos oro que había producido la venta de los fondos públicos de
los Bancos garantidos, y hoy día la Nación no tiene una sola moneda metálica y
está obligada al ser vicio en oro de más de ochenta millones de títulos
emitidos para ese fin; se vendieron los ferrocarriles de la Nación para
disminuir la deuda pública, y realizada la venta se ha despilfarrado el precio;
se enajenaron las obras de salubridad, y en medio de las sombras que rodean ese
escándalo sin nombre, el pueblo únicamente ve que ha sido atado, por medio
siglo, al yugo de una compañía extranjera, que le va a vender la salud a precio
de oro; los Bancos garantidos se han desacreditado con las emisiones falsas; la
moneda de papel está depreciada en doscientos por ciento y se aumenta la
circulación con 35 millones de la emisión clandestina, que se legaliza, y con
cien millones, que se disfrazan con el nombre de bonos hipotecarios, pero que
son verdaderos papel moneda, porque tienen fuerza cancelatoria; cuando comienza
la miseria se encarece la vida con los impuestos a oro; y después de haber
provocado la crisis más intensa de que haya recuerdo en nuestra historia, ha
estado a punto de entregar fragmentos de la soberanía para obtener un nuevo
empréstito, que también se habría dilapidado, como se ha dilapidado todo el
caudal del Estado. Esta breve reseña de los agravios que el pueblo de la Nación
ha sufrido, está muy lejos de ser completa. Para dar idea exacta sería
necesario formular una acusación circunstanciada y prolija de los delitos
públicos y privados que ha cometido el jefe del Estado contra las
instituciones, contra el bienestar y el honor de los argentinos. El pueblo la
hará un día y requerirá su castigo, no para calmar propósitos de venganza
personal, sino para consagrar un ejemplo y para dejar constancia que no se
puede gobernar la República sin responsabilidad y sin honor. Conocemos y
medimos la responsabilidad que asumimos ante el pueblo de la Nación; hemos
pensado en los sacrificios que demanda un movimiento en el que se compromete la
tranquilidad pública y la vida misma de muchos de nuestros conciudadanos; pero
el consejo de patriotas ilustres, de los grandes varones, de los hombres de
bien, de todas las clases sociales, de todos los partidos, el voto íntimo de todas
las provincias oprimidas, y hasta el sentimiento de los residentes extranjeros,
nos empuja a la acción y sabemos que la opinión pública bendice y aclama
nuestro esfuerzo, sean cuales fueren los sacrificios que demande.
El movimiento revolucionario en este día no es la obra de un partido
político. Esencialmente popular e impersonal, no obedece ni responde a las
ambiciones de círculo u hombre público alguno. No derrocamos el gobierno para
separar hombres y sustituirlos en el mando; lo derrocamos para devolverlo al
pueblo a fin de que el pueblo lo reconstituya sobre la base
de la voluntad
nacional y con
la dignidad de
otros tiempos, destruyendo
esta ominosa oligarquía
de advenedizos que ha deshonrado ante propios y extraños las
instituciones de la República. El único autor de esta revolución, de este
movimiento sin caudillo, profundamente nacional, larga, impacientemente
esperada, es el pueblo de Buenos Aires que, fiel a sus tradiciones, reproduce
en la historia una nueva evolución regeneradora que esperaban anhelosas todas
las provincias argentinas.
El ejército nacional comparte con el pueblo las glorias de este día;
sus armas se alzan para garantir el ejercicio de las instituciones. El soldado
argentino es hoy día, como siempre, el defensor del pueblo, la columna más
firme de la Constitución, la garantía sólida de la paz y de la libertad de la
República. La Constitución es la ley suprema de la Nación, es tanto como la
bandera, y el soldado argentino que la dejara perecer sin prestarle su brazo,
alegando la obediencia pasiva, no sería un ciudadano armado de un pueblo libre,
sino el instrumento o el cómplice de un soberano déspota.
El ejército no mancha su bandera ni su honor militar, ni su bravura, ni
su fama, con un motín de cuartel. Sus soldados, sus oficiales y sus jefes han
debido cooperar y han cooperado a este movimiento, porque la causa del pueblo
es la causa de todos; es la causa de los ciudadanos y del ejercito; porque la
Patria está en peligro de perecer y porque es necesario salvarla de la
catástrofe.
Su intervención contendrá la anarquía, impedirá desórdenes, garantizará
la paz. Esa es su misión constitucional y no la tarea oscura, poco honrosa, de
servir de gendarmería urbana para sofocar las libertades públicas. El período
de la revolución será transitorio y breve; no durará sino el tiempo
indispensable para que el país se organice constitucionalmente. El gobierno
revolucionario presidirá la elección de tal manera que no se suscite ni la
sospecha de que la voluntad nacional haya podido ser sorprendida, subyugada o
defraudada. El elegido para el mando supremo de la Nación será el ciudadano que
cuente con la mayoría de sufragios, en comicios pacíficos y libres, y
únicamente quedarán excluidos como candidatos los miembros del gobierno revolucionario,
que espontáneamente ofrecen al país esta garantía de su imparcialidad y de la
pureza de sus propósitos.
Por la Junta Revolucionaria.
L. N. Alem, A. del Valle, M. Domaría, M. Goyena, Juan José Romero,
Lucio V. López
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