Constituye un lugar común la sobrevaloración que suele hacerse respecto
de la función social de la educación. En efecto, existe una tendencia a hacer
de la materia educativa un factor explicativo de todo éxito o fracaso en
cualquier dimensión social. Pero a menudo, cuando así se razona, se ingresa en
el terreno de las argumentaciones reduccionistas que se desmoronan en una
simple contrastación con la realidad. Cuba es, en tal sentido, un ejemplo
paradigmático al respecto: sin una estructura institucional favorable al
desarrollo económico, una población educada y por completo alfabetizada nada ha
podido hacer para salir de la pobreza extrema, la servidumbre y la indignidad.
Que no se malinterprete; la educación cumple funciones sociales
sumamente relevantes (pueblos maleducados tampoco podrán desarrollarse por más
instituciones propensas al desarrollo que éstos tengan). Y una de ellas es la
reducción del factor suerte en sistemas meritocráticos en los cuales,
naturalmente, los individuos no pueden partir desde el mismo punto de salida. A
esto es lo que a menudo se le denomina “igualdad de oportunidades” que, de
tomarse en forma estricta, no pasaría de ser un dogma igualitarista imposible
de concretar en la realidad, en vistas de que las desigualdades no se dan
exclusivamente en el orden económico, sino también en términos de
personalidades, habilidades, aptitudes, destrezas, etc. Alberto Benegas Lynch
(h) ha dicho alguna vez que, de tomarse a pie juntillas el ideal de la
“igualdad de oportunidades”, en un partido de tenis entre un lisiado y una
persona con plena movilidad de sus piernas, deberíamos romperle los miembros a
éste último para empardar la circunstancia.
No obstante, si por “igualdad de oportunidades” entendemos la
plausibilidad de que distintos individuos se hagan de herramientas
intelectuales de similar nivel que a la postre achiquen las diferencias que no
resultan del mérito de cada quien, entonces la educación sí tiene un rol no ya
necesario, sino vital en la sociedad.
¿A qué obedecen estas reflexiones? Pues a que existe una paradoja o
contradicción en el populismo, a saber: mientras que la prédica igualitarista
constituye la columna vertebral del discurso populista, la práctica populista
esquiva la responsabilidad de apoyar seriamente el desarrollo educativo de la
sociedad. La igualdad para el populismo no tiene que ver con un punto de
partida cuyas diferencias no sean astronómicas; la igualdad para el populismo
se da bajo la lógica del “pan y circo”. Fútbol para Todos, Automovilismo para
Todos, Milanesas para Todos, entre tanto otro “paratodismo” prebendario, son
ejemplos domésticos que ilustran lo antedicho. Sucede que el populismo sólo
puede germinar y mantenerse allí donde la ignorancia es la regla; la educación
es tan incompatible con el populismo, como el aceite con el agua. Es el
adoctrinamiento y no la educación sobre lo que el populismo puede mantenerse y,
de hecho, así lo hace.
El sistema educativo argentino ha dejado pasar una gran oportunidad
dentro de ese conjunto inimaginable de oportunidades que hemos perdido en esta
década desperdiciada de coyuntura económica internacional favorable. Pero ha
quedado claro que no es el dinero exclusivamente, sino también la estructura
del sistema educativo y todo el sistema ideológico dentro del que se enmarca,
lo que le concede éxito o fracaso a la política educativa. En efecto, si bien
es cierto que el kirchnerismo hizo gala de inyectar más billetes en la
educación, también es cierto que los resultados han sido desastrosos y el nivel
de instrucción de los jóvenes argentinos está al fondo de la mayoría de los
rankings regionales e internacionales habidos y por haber.
La prueba internacional PISA (auspiciada por la Organización para la
Cooperación y el Desarrollo Económicos) es para los especialistas el más
importante test para medir el nivel educativo de los estudiantes secundarios, y
se realiza cada tres años en decenas de países. Los últimos resultados
conocidos para nuestro país son los de 2009 (pronto tendremos los de 2012), en
el cual quedamos ubicados en el puesto 58 sobre 65 países analizados,
evidenciando uno de los más contundentes y escandalosos retrocesos, muy lejos
de las notas que obtuvo México, Uruguay y Colombia. Por aquel entonces, nuestro
cómico ministro de Educación de la Nación, Alberto Sileoni, argumentó que la
prueba había sido injusta por “no contemplar los conocimientos de arte y
cuidado del ambiente”. Pero mientras Sileoni se preocupaba por la paleta de
colores y los pinceles, la prueba de PISA evidenciaba que el 50% de los jóvenes
argentinos no tienen la habilidad básica de la lectura comprensiva.
A fines de 2012, la entidad educativa Pearson confeccionó su propio
ranking de 40 países del mundo, el cual estaba encabezado por Finlandia y
prácticamente cerrado por Argentina, ubicada en el vergonzante puesto 35. Es
dable destacar que los primeros puestos fueron, además de Finlandia, para Corea
del Sur, Hong Kong, Japón, Singapur, Nueva Zelanda, Suiza y Canadá; es decir,
los sistemas educativos más desarrollados funcionan en los países más libres y
que más a las antípodas están respecto del socialismo populista en el planeta.
No es casualidad, sino causalidad.
En la Argentina kirchnerista, como si todo esto fuese poco, uno de cada
dos jóvenes abandona el secundario; apenas un 8% de los estudiantes consigue
título universitario y, dentro de las clases más humildes, el guarismo llega
con suerte al 1% (eso sí: pueden ver fútbol). Asimismo, hace pocos días la
Universidad de Belgrano dio a conocer un estudio en el cual se constata que, desde
el año 2003, se redujo en casi 300 mil niños la matricula escolar, una
reducción inédita en la historia argentina.
Cuando Sileoni fue consultado por estos rotundos fracasos del mal
llamado “modelo nacional y popular”, el ministro contestó muy suelto de cuerpo:
“No es necesario saber cuánto mal o cuánto bien nos va”. La misma lógica del
INDEC y las estadísticas mactroeconómicas, pero aplicada a la educación:
aquello que no se dice o no se registra, no existe. Pero ocurre que el
reconocimiento del problema es el primer paso para su solución, algo que, por
lo visto, no está en los planes de un kirchnerismo al que la masa ignorante le
es plenamente funcional.
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