“Yo soy el presidente de este país. No voy a caer en la indecencia de
atacar a presidentes anteriores, de echarles la culpa de los problemas
actuales. Se entiende que siempre hay dificultades, pero yo soy el responsable,
no quienes estaban antes”.
Charles de Gaulle
El señor D’Elía asegura que lo sucedido en la estación de Castelar fue
el producto de una conspiración, una maniobra miserable de los enemigos de la
patria para sabotear al gobierno nacional y popular. Según su ecuánime
criterio, los responsables pueden ser el dirigente sindical Sobrero o, por qué
no, el cineasta Pino Solanas. Conociendo el estilo del opulento piquetero
oficialista, me llama la atención que en la volteada no hayan caído los judíos
o el señor Magnetto.
Por lo pronto, los funcionarios del gobierno que promovió las reformas
populares más importantes de los últimos 200 años, sostienen que la culpa de lo
sucedido la tienen los choferes. Algo parecido intentaron decir hace más de un
año en Plaza Once. ¡Curioso gesto solidario de un gobierno popular que cada vez
que se le presenta un contratiempo no se le ocurre nada mejor que levantar el
dedo y señalar a los trabajadores como responsables de lo sucedido! ¡Curioso!
Hasta el momento no los escuché decir una palabra en contra de un canalla como
Jaime o de un “impecable empresario nacional” como Cirigliano. Sobre estos
caballeros, un respetuoso y venerable silencio, mientras no vacilan en acusar a
los choferes que, como se sabe, son personajes a los que les encanta andar
chocando trenes por la vida.
Por su parte, el ministro Florencio Randazzo, recupera sus aires de
caballero de la reina y declara, ufano y justiciero, que a su gobierno no le
pueden pedir que haga en un año los que otros no hicieron en cincuenta
¡Impecable! Como siempre la culpa la tienen los otros. Hace una semana se
jactaban de la década ganada, ahora a través del sortilegio de los números nos
venimos a enterar de que no hace diez años que están en el poder, sino uno.
¡Maravilloso! Y sobre todo muy coherente.
Según cifras estimables, el gobierno gasta más o menos diez mil
millones anuales en subsidiar trenes, y la inversión no supera los 300
millones. Los vagones tienen entre cincuenta y sesenta años de antigüedad, pero
la solución recuerda al truco de las viejas rameras que intentan disimular el
ultraje de los años con una mano de pintura. Total, la culpa la tienen los
choferes.
La señora, por su parte, recurrió a la filosofía. A la filosofía, a los
azares del destino o a la magia negra. La conductora convocada por la historia
para llevarnos a los argentinos al reino de la felicidad y la abundancia, no
puede explicar qué sucede con los trenes. Tampoco podría explicar qué pasa con
los aeropuertos, las autopistas y los transportes en general que se caen a
pedazos. Ganamos una década, pero el déficit energético crece todos los días.
Ganamos una década, pero Paraguay y Uruguay exportan más carne que la mítica
Argentina de las vacas gordas. Ganamos una década, pero hasta la fecha el único
campeonato real que estamos ganando es el de disponer de uno de los índices
inflacionarios más altos del mundo. Ganamos una década, pero la Argentina se
está cayendo a pedazos y lo sucedido en Castelar es la metáfora dolorosa e
infame de un país sin presente y sin destino.
Digamos las cosas como son. No hubo ni tragedia ni accidente. La
tragedia es única y exclusiva; no hay tragedia cuando los hechos se reiteran.
Tampoco hay accidente, cuando lo sucedido opera en el campo de la lógica. Ni
tragedia ni accidente. Previsibilidad. Si tengo un auto viejo sin frenos, sin
luces, sin bocina y con neumáticos gastados, cuando choco no puedo decir que
sufrí un accidente.
Casualmente, esta semana el juez Carlos Fayt dijo: “Los hechos son
sagrados, pero el comentario es libre”. Muy oportuna la frase. Los hechos
reales dicen que hubo tres muertos y más de cincuenta heridos. También
pertenece al campo sagrado de la realidad el deterioro del transporte público,
a contrapelo de los millones que se han destinado para que un puñado de sátrapas
se hicieran millonarios.
Es que no hace falta arrojarse a la jungla de los números para admitir
el “hecho sagrado” de que el sistema ferroviario es ineficiente, caro y
peligroso. Alcanza y sobra con prestar atención a cómo viajan los pasajeros en
los trenes que van desde el gran Buenos Aires a Capital Federal. Con las vacas
serían más cuidadosos. A la pobre gente no la transportan, la arrean. El
gobierno se queja de la mala suerte. Yo lo plantearía al revés. Diría que
atendiendo al estado de los trenes y de las vías, al estado de la gestión
pública y a la realidad diaria de cientos de miles de personas arreadas como
animales, lo milagroso es que lleguen a destino en buenas condiciones.
Esta semana los jueces condenaron a Carlos Menem a siete años de
prisión. Como diría mi tía, “la sacó barata”. Menem es senador, tiene más de
ochenta años y seguramente habrá una apelación a la Corte Suprema. No, Menem no
va a ir preso, pero lo importante es que la Justicia lo condene, que quede
sentado el precedente de que los ladrones, no importan los cargos que hayan
desempeñado, son condenados.
Creo que acerca de la corrupción de Menem no hay mucho que discutir.
Fue un gobierno coimero, cínico y desvergonzado. Durante diez años sus
funcionarios y favoritos se enriquecieron sin preocuparse demasiado por
disimularlo. Alguna vez escribí en esta misma columna que en el futuro a los
argentinos, a muchos de ellos, le daría vergüenza haber avalado con el voto a
un régimen corrupto y a un personaje cuya miseria moral e intelectual era
evidente.
Lo que no puedo perder de vista es que Menem no estuvo solo en esa
faena. Que hubo funcionarios políticos y un Partido Justicialista que durante
diez años lo apoyó incondicionalmente. ¿Como ahora? Como ahora. Recordemos.
Muchos de los funcionarios que ayer fueron menemistas furiosos -empezando por
la pareja que ha gobernado la Argentina en la última década- hoy son kirchneristas
y si mañana las cosas cambian se sumarán jubilosos al nuevo líder de la causa.
Como se dice en estos casos, los presidentes pasan pero el peronismo queda.
¿Fue el menemismo más corrupto que el kirchnerismo? Diría que fueron
diferentes. Aquellos acumularon coimeando, estos acumulan comprando, sin
renunciar, claro está al viejo y productivo hábito de las comisiones
posibilitantes. Las dos gestiones pertenecen a la misma tradición. Que unos
sean de derecha y otros de izquierda es un dato retórico, entre otras cosas
porque al peronismo nunca le importaron demasiado esas categorías.
Lo seguro es que ambos se inscriben en la referida tradición. Y cada
uno en su momento fue avalado por las estructuras de poder de esta fuerza
política. Lo seguro es que las diferencias de relato no alcanzan a disimular
algunas coincidencias centrales: el ejercicio absoluto del poder y el afán de
perpetuarse en el mando. El relato menemista se escribió en clave liberal, el
relato kirchnerista en clave nacional y popular. Ni uno ni otro creyeron en
serio en sus relatos. Ni Menem fue liberal, ni los Kirchner nacionales y
populares. Nunca defendieron convicciones o ideales, defendieron relatos. Ambos
mantuvieron relaciones carnales con los Montoneros. En 1989, Firmenich contribuyó
generosamente con plata para la campaña electoral y Menem pagó el favor con
indultos. El kirchnerismo se abraza a esa tradición para legitimarse en un
nuevo contexto histórico. Su relato invoca una épica de la que en el mejor de
los casos ellos fueron protagonistas periféricos.
Si como enseñaba el general, la realidad es la única verdad, la
realidad de los Kirchner no son los relatos, sino verdades contantes y sonantes
cuya letra se escribe en sintonía con Báez, Ulloa y Jaime. Es que la realidad
primera y última de los Kirchner no está en La Habana ni en Caracas, está en
Santa Cruz, como la realidad de Menem no estaba en Mont Pelerin o en Chicago,
sino en La Rioja, en Anillaco para ser más preciso.
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